Pablo, tu caso le agrega otro número a una crónica siniestra de abusos. Cada hora son más las niñas y los niños dominicanos que se acuestan con los fantasmas del espanto. Estamos construyendo un futuro paranoico. Somos una sociedad esquizofrénica que arrastra en su frenesí a seres desabrigados, esos que una vez imaginaron vivir en un mundo de quimeras, brillos y afectos. Lo cruel es la propensión cada vez más firme a acostumbrarnos a tales aberraciones, en una sociedad donde seis de cada diez tienen menos de treinta y cinco años. Abusar de un niño es matar dos veces: quitarle a su existencia todo resorte de seguridad, estampar el tatuaje de la muerte en la piel más tierna de la vida, tapar la culpa inocente con los andrajos de los temores más sombríos.
Quizás entiendas que la reacción pública ha sido severa, pero creo que la indignación se abona de otras circunstancias. Eres un hombre público con un oficio delicado que supone juzgar conductas ajenas. Esa condición agrega cargas de alta responsabilidad social. En estos tiempos en los que la palabra se ha devaluado y la opinión se presta a precio de usura, el público busca otros compromisos: consistencia, autenticidad y transparencia. En esa dinámica relacional se hace difícil separar el acto del sujeto, a tal punto que la imagen del actor acredita o desmerita el acto de la comunicación. Quien comunica no solo debe hacerlo con veracidad en la palabra, también con integridad en la vida. Y no hablo de una comunicación moralmente dogmática, sino responsable, fundada en la coherencia como premisa. Cuando los hechos de la vida privada no son consistentes con las posiciones conocidas se desploma la confianza y el público se siente traicionado. Escuché decir de alguien: “Se me murió un pedazo de la vida” cuando leyó en la prensa las primeras noticias de tu caso. La condenación rabiosa en tu contra nace, en parte, de esa ruptura. Restablecerla tomará tiempo y depende de ti.
Por el carácter confidencial de la instrucción no sé si has admitido los cargos pero, si es el caso, te recomiendo algunas decisiones: no te justifiques, acepta tu error y pide perdón a tu hijastra, a sus padres y a la sociedad. Al parecer los hechos denunciados sugieren un patrón de conducta disfuncional que debe ser tratado profesionalmente. Busca ayuda. No hay mejor manera de espantar los demonios de la culpa que humillando el orgullo. Te aconsejo que, sin renunciar a tu defensa, aceptes responsablemente las consecuencias de tus actos.
Es probable que muchos críticos, en el fondo de sus miserias, celebren tu apuro y muestren una falsa solidaridad con la tragedia de la niña, cuando lo que realmente desean es verte en las entrañas del infierno. No lo hagas por esos; hazlo por ti y por las tantas sensibilidades heridas. Si no eres culpable, demuéstralo y defiende con humildad tus derechos e inocencia pero no te victimices.
Muchos de los que leerán esta carta odiarán el matiz de su línea expresiva. La juzgarán como condescendiente. Querrán usar mi opinión como cauce de sus rabias. Creo que al final más que maldecir se impone aceptar. Al margen de tu culpabilidad o no, esa niña merece un pedido público de perdón ya. Expusiste su intimidad, imagen y futuro. Su expediente, fotos y nombre rodaron morbosamente por las redes; creo que la sociedad merece igualmente una disculpa como referente que eres en la construcción de la opinión pública. La justicia hablará. Estaremos vigilantes. Ahora que tienes tiempo, soledad y silencio, piensa.
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